Opiniones
La habilidad de dejar un amigo en cada puerto
Por Armando Avalos
En una oportunidad me enviaron a hacer un reportaje en Argentina sobre una tragedia donde murieron una decena de peruanos en un accidente de tren. Tenía solo 24 horas para hallar tres historias de las familias de las víctimas en una ciudad enorme como Buenos Aires y solo contaba con la foto de uno de los fallecidos y una dirección sin confirmar. Al parar un taxi, el chofer de nombre Gabriel se convirtió en mi guía, auxiliar, chofer, guardaespaldas y por poco hasta masajista en ese espectacular viaje. Fue mi ángel que me ayudó en un momento de incertidumbre.
Las siguientes veces que viajaba a la capital argentina, Gabriel era mi chofer oficial y por su puesto un buen amigo. A lo largo de mi carrera y en cada país o pueblo del Perú que he transitado, siempre he tenido la idea que si uno logra un nuevo amigo donde pasa, ese día ha sido provechoso.
Recuerdo con gracia, que cuando me enviaban al extranjero tenía mi lista cada vez más extensa de contactos, que iban desde policías, meceros, taxistas, cocineros, empresarios, guías, aeromozas y también gente famosa, artistas, deportistas, músicos, en fin, una lista muy larga. Y Ni bien llegaba a cada ciudad me daba el tiempo de llamarlos o visitarlos.
Era mi red de amigos de los que aprendí mucho. Personas de buen corazón que uno siempre debe buscar y saber reconocer como Ofelia Gallegos, una peruana, empleada del hotel Vitoria de Santiago de Chile.
Una mujer guerrera y madre abnegada que llevaba muchos años en el país del sur. Como muchos peruanos, Ofelia había emigrado en la época del terrorismo. Con el dinero que ganaba de mucama en Chile, educó a su hija y sacó adelante a su familia en Lima.
Cuando me hospedé en el hotel mapocho, Ofelia me tendió la mano, pero, sobre todo, conversamos mucho en las pocas horas libres que me dejaba mi trabajo de reportero. Ofelia atendía a todos los clientes bien, pero si eran peruanos, mucho mejor.
En sus ojos se veía su alma buena. Una vez me preguntaron cómo reconoces a una buena persona y les dije que son aquellas que siempre sonríen, aquellas que se ponen en los zapatos de los demás, a las que se les acercan los animales y cuando las abrazas sientes una linda energía. De esas era Ofelia.
Y si bien, la pobreza y la crisis que la obligó salir del país no le permitieron tener una gran educación, Ofelia era una mujer sabia.
En una de las conversaciones que tuvimos ella me confesó que los golpes de la vida le enseñaron a confiar en ella misma. Mientras acomodaba las sábanas de la cama de una habitación que limpiaba con esmero, me decía que las aves que se posan en los árboles nunca se preocupan si la rama donde están paradas se va a romper. La razón, me señaló con una mirada pícara, es porque confían en sus alas.
“A veces no puedes escoger un trabajo como yo, pero si puedes elegir tu actitud. Nada dura para siempre ni siquiera los problemas que tengamos”, me decía esa sabia mucama.
Ofelia había llorado mucho por dejar el Perú y a su familia, y como decía el gran Charles Chaplin, en esas circunstancias hay que amar la lluvia porque oculta nuestras lágrimas. No hay sin duda, biografías sin heridas.
Viajar me enseñó mucho. Sobre todo, me regaló la ayuda y amistad de personas de diversas condiciones que como Ofelia, quien no necesitaba un título para enseñar en la vida. En ella se grafica aquello que, para ser un verdadero maestro, se necesita no solo sabiduría, sino valentía y un gran corazón.
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