Opiniones
A 20 años de Mesa Redonda. Cuando un abrazo se vuelve en el último refugio ante el terror
Por Armando Avalos
No hay nada que te prepare a ver el pánico grabado en un rostro humano al morir. La tristeza de ver niños calcinados y el dolor de ver el abrazo de dos hermanas que se refugiaron una a la otra cuando veían que las llamas, se acercaban con su terrible mensaje de muerte. Hace 20 años, la noche del 29 de diciembre del 2001, como reportero ingresé con mi camarógrafo al incendio de Mesa Redonda apurado para tener las mejores imágenes de esta tragedia. Una tragedia que nunca podré borrar de mi mente y que me enseñó a valorar tanto la vida.
Al ingresar a la zona cero de incendio, la escena era espantosa. Lo primero que vi fue un auto completamente en llamas y alrededor de él, unas 40 personas, entre hombres, mujeres y niños completamente calcinados. Muchos habían muerto abrazados y tratando de proteger al ser amado, al amigo, al niño que no sabía a donde huir.
Mientras grabábamos todo, traté de ingresar a una de las tiendas aun humeante y sentí que había pisado algo blando. Cuando bajé la mirada me di con la sorpresa que era un niño tirado en el piso completamente irreconocible.
Sorprendido avance unos metros más y la luz de una linterna de los bomberos, me descubrió lo que estaba a mi costado. Un hombre de unos 40 años, sentado y con su rostro cadavérico. En su expresión se sentía el terror. El dolor de una muerte atroz y lenta. Era como si estuviera gritando eternamente.
Luego de salir de un inicial estupor, ingrese a una galería que había sido presa de las llamas. Caminé por su interior y en unos segundos, pude reconocer aquel lugar. Había algo familiar que me hizo detenerme unos instantes.
En ese momento, en un flash back recordé porqué todo me parecía tan cercano. A mi mente se me vinieron varias imágenes que había vivido ahí unas semanas antes.
Recordé que junto a mi esposa había ido a comprar a aquella galería los adornos para mi nacimiento y árbol de navidad. Ese día, las dos hermanas que trabajaban en el lugar me atendieron muy amablemente.
Fiel a mi carácter les hice unas bromas y les pedí rebajas. Las chicas en medio de sonrisas y frases como “claro caserito, lo tratamos con cariño para que vuelva” me rebajaron el precio de las luces y adornos. Me despedí de las dos hermanas y les desee feliz navidad.
Nunca me imaginé que semanas después como reportero cubriría la muerte de ambas. Las dos hermanas yacían juntas en una esquina del local, abrazadas. De una solo se distinguía el tórax y de la otra una pierna. El resto de ambos cuerpos estaban aún humeante.
Algunos insensatos creen que los periodistas no se involucran con el dolor ajeno. Esa noche trate de contener las lágrimas y sentí una profunda pena por las dos jovencitas. Dos proyectos de vida que se apagaron por la negligencia de otros.
Cuando salí de la galería, mi director me pasó una llamada telefónica de un canal de España, que me pedía que le contara lo que había visto en Mesa Redonda. Recuerdo que les narre con lujo de detalles la carnicería humana que era esta tragedia. Al narrar el estado en que encontré a las dos hermanas carbonizadas, tuve que contener el llanto. Un prolongado silencio cubrió mi despacho y por el hilo telefónico, el colega español pidió a su público comprender lo que me pasaba. Dijo que a veces los periodistas éramos testigos obligados de las escenas más duras de la vida.
Al terminar mi despacho, caminé con mi micrófono en mano por las calles humeantes de Mesa Redonda, donde a cada paso uno se encontraba con cuerpos de personas que minutos antes habían prometido a sus seres queridos que estarían esa noche con los suyos. Hermanos, padres, hijos y amigos que simplemente eran ahora carne chamuscada. Restos humanos mezclados con las cenizas, historias nostálgicas de lo que pudieron ser.
Mientras veía la escena, un bombero me empujó al estirar una manguera para seguir echando agua a los techos donde se refugiaban algunos sobrevivientes del incendio. En ese momento, llame a mi esposa y pregunté por mis hijas. Le dije que las cuidara y le pedí que les diera un beso de mi parte esa noche. Mesa Redonda es una dura lección que muchos aún no han aprendido del dramático costo de no respetar las medidas de seguridad. Pero para mí fue también una gran lección de lo frágil y valiosa que es la vida. Que muchas veces perdemos el tiempo discutiendo o molestándonos con otros, cuando no sabemos si mañana estaremos aquí. Cuando se me viene a la mente la risa de las hermanas que luego encontré abrazadas, me imagino que en sus últimos segundos de vida, ambas buscaron el único lugar que podían sentir algo de esperanza en esos terribles momentos. El abrazo del ser amado. Nunca podré borrarlas de mi memoria pero creo que si esa experiencia me ayuda a ser mejor persona, el dolor de ese episodio tiene por fin un propósito.
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