Seguridad Ciudadana

El Perú vive una crisis moral sin precedentes

La relajación moral que vivimos es un síntoma más de la crisis sistemática.

Por César Ortiz Anderson

El Perú atraviesa, en este 2025, una crisis sistemática que no puede explicarse solo desde la política, la economía o la seguridad ciudadana. Lo que está en juego es mucho más profundo: es una crisis moral, una erosión del tejido ético que sostenía la convivencia social, una pérdida de los marcos de referencia que permitían distinguir con claridad el bien común del interés individual. No es casualidad que los indicadores de corrupción, violencia y desconfianza alcancen niveles históricos; es, más bien, la expresión más visible de un proceso de anomia social, ese estado descrito por Durkheim en el que las normas dejan de ordenar la vida social y la moral colectiva se debilita hasta volverse casi irreconocible.

La política como motor de la crisis moral: corrupción y judicialización permanente.

En el ámbito político, el Perú vive una situación casi inédita en el mundo: una sucesión de presidentes procesados, encarcelados o investigados por corrupción. De Alberto Fujimori a Pedro Castillo, pasando por PPK, Alan García, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Dina Boluarte, la “normalidad” parece ser la sospecha, el escándalo y el proceso judicial. La política se ha convertido en un campo donde las instituciones se han degradado al punto de que la ciudadanía ya no las percibe como instancias de autoridad moral, sino como espacios de disputa penal permanente.

La judicialización de la política —esto es, el uso de herramientas legales y penales para resolver conflictos de poder— se ha vuelto el síntoma más dramático de la crisis moral. Cuando todos acusan a todos; cuando cada decisión pública parece motivada por el cálculo de la propia impunidad; cuando el Congreso legisla según intereses particulares y el Ejecutivo responde protegiéndose de investigaciones fiscales, el mensaje para la ciudadanía es devastador: la ley se aplica según conveniencia y la ética se ha vuelto prescindible.

Seguridad ciudadana: violencia cotidiana y cultura del miedo.

La segunda dimensión de esta crisis es la seguridad ciudadana. El incremento de la delincuencia, las extorsiones, los homicidios y el control territorial de bandas criminales —nacionales y extranjeras— ha generado una normalización de la violencia. Los ciudadanos viven en alerta permanente, desconfiando del otro, viendo en cada desconocido una amenaza.

Esta violencia no surge en el vacío: es el reflejo de un país donde el Estado perdió autoridad y donde las instituciones encargadas de proteger a la población sufren desfinanciamiento, corrupción interna y un horizonte estratégico difuso. La relajación moral se expresa aquí en su forma más cruda: vidas humanas arrebatadas por unos cuantos soles, asesinatos como mecanismo de presión y un sistema de justicia incapaz de responder.

Salud física y mental: heridas que no cierran.

A nivel sanitario, la pandemia dejó cicatrices profundas de las que el país todavía no se recupera. El sistema de salud colapsó y nunca fue realmente reconstruido; la pospandemia dejó una crisis de atención oncológica, desabastecimiento crónico de medicamentos, hospitales desbordados y un Estado ausente.

Pero quizá la herida más profunda es la de la salud mental. El Perú vive un incremento alarmante de la violencia intrafamiliar, feminicidios, suicidios y trastornos psicológicos. La violencia cotidiana está ligada a las frustraciones económicas, la informalidad estructural, el desempleo masivo y la sensación de que no hay futuro. Cuando el Estado no ofrece horizonte ni protección, la desesperanza se convierte en combustible para la agresión.

La crisis moral y económica: pobreza, desigualdad y migración.

A nivel moral, la crisis se agrava por factores económicos: el empleo precario, la falta de oportunidades, el aumento del costo de vida y la persistente desigualdad. Según las últimas cifras, más de un tercio del país vive en condición de vulnerabilidad, y millones han regresado a niveles de pobreza previos al año 2005.

La desnutrición infantil se ha incrementado, la anemia no cede y cada vez más personas migran del Perú buscando estabilidad y seguridad que su propio país no puede ofrecerles. La migración masiva es también un indicador moral: la gente huye no solo por carencias materiales, sino porque ya no cree en sus instituciones.

Un país sin brújula ética: la anomia social como diagnóstico central.

La palabra clave para entender este momento es anomia: un estado en el que las normas sociales dejan de tener poder regulador. Cuando la corrupción se vuelve normal, cuando la violencia se vuelve rutina, cuando la desigualdad se vuelve paisaje, cuando la mentira se vuelve estrategia política, el resultado es una sociedad fundada en la desconfianza.

Esa anomia produce relajación moral, una pérdida del sentido del bien común y una exaltación del individualismo extremo. No se trata solo de la conducta de las élites, sino de un fenómeno generalizado: la informalidad como modo de vida, la evasión como mecanismo de supervivencia, la trampa como recurso, la indiferencia como escudo.

¿Cómo salir de esta crisis moral?

El reto es inmenso. No se resolverá con nuevas leyes ni con medidas policiales improvisadas. La crisis moral exige una renovación profunda de:

  • la educación, para reconstruir valores de convivencia y corresponsabilidad;

  • la política, para erradicar la corrupción estructural;

  • la justicia, para garantizar igualdad ante la ley;

  • la seguridad, para proteger la vida y la dignidad;

  • la economía, para ofrecer oportunidades reales;

  • la fe pública, no en sentido religioso, sino como confianza cívica en que vivir correctamente vale la pena.

Un país en un punto de quiebre.

El Perú vive una crisis moral sin precedentes porque ha perdido algo esencial: la convicción de que el bien común es posible. La anomia social y la relajación moral no son fenómenos inevitables; son el reflejo de decisiones políticas, económicas y culturales acumuladas durante décadas.

Finalmente, si no se atiende esta dimensión moral, la crisis sistémica continuará reproduciéndose. Un país donde nadie confía en nadie, donde la política es sinónimo de corrupción, donde la violencia es cotidiana y donde el Estado no tiene autoridad moral es un país en riesgo de quedarse sin futuro. Reconocer la crisis es el primer paso para superarla. La pregunta es si tendremos, como sociedad, la voluntad moral para hacerlo.

César Ortiz Anderson
Presidente de Aprosec
www.aprosec.org
Cel.: 999316197 / 998160756
Fan Page: Aprosec-PERÚ


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